lunes, octubre 30

Armario (del Abuelo)

Armario

Era una tarde sin importancia, en la que la impaciencia se percibía en cada esquina por la que aquel hombre pasaba rumbo a su hogar en forma de cientos de rostros tratando de ocultarse. Personas vestidas de prejuicios llevaban a cabo pleitos tan cotidianos que daba asco verlos por mera monotonía. Atados con miedo, muchos transeúntes se movían sobre las banquetas a la espectativa de que algo malo pasara, y continuaban decepcionados sus caminos al ver que nada ocurría. El hombre veía todo formulándose preguntas que después enterraba en una curiosidad reprimida por su ego, fingiendo indiferencia ante cada suceso y suspirando para sus adentros por el simple hecho de sentirse ajeno a todo ese mundo; ajeno, pero ni siquiera distinto.
Esbozaba una sonrisa, sin saber si era del todo sincera, al ver su hogar, parcialmente limpio, con una entrada no del todo segura. Pese a estos relativismos la casa era demasiado común. No era bella ni tampoco decadente, y ojalá hubiera sido capaz de producir algún sentimiento en aquellos que por casualidad encontraban sus ojos con la construcción. No se podía decir si daba miedo o inspiraba confianza, si daba algún aire hogareño o si simplemente se le podía considerar un lugar digno para vivir. El hombre no se sentía aliviado de llegar, pero mejoraba su perspectiva al considerar que por lo menos la casa no se caía a pedazos.
Entró, subió a su habitación y se recostó, cansado y meditabundo, analizando su día. De prontó algo casi lo hace sentirse alegre. Se levantó, mintiéndole a su soledad al fingir ánimo, y revivió el recuerdo de un momento que no tenía demasiado de haber ocurrido: ella había aceptado su invitación aunque sin molestarse en fingir gusto, pero al fin y al cabo le había dado una oportunidad. A punto de sentirse ilusionado, le vino a la mente el recuerdo de aquella otra mujer a la que había amado y a la cual le había fallado; jamás la hizo feliz, jamás fue lo que ella quería que él fuera y culpándose a sí mismo por ello, dejó que se marchara de su vida para siempre. La única frase sin voz ni palabras que resonaba burlona en su mente, era aquella que le decía que irremediablemente iba a fallar de nuevo, pero una rebeldía que se mostraba de vez en cuando apareció para motivarlo a no creer tal cosa.
Reprimió todo esto para poder cambiar su vestimenta sin más demora. Se dirigió al armario, sin nada de polvo debido a su constante uso, y lo abrió de manera rápida, aunque sin precipitarse. Se quitó su inseguridad y la colgó en un gancho, así como su miedo, sólo que a este lo puso fuera del armario debido a que era una de sus prendas favoritas y más aceptables socialmente. Buscó paciente algo apropiado, y vió una honestidad de dos piezas algo descuidada y olvidada. Era bien vista, pero a la gente parecía no agradarle. Estuvo a punto de colocársela, pero pensó; "aún no es tiempo, podría pasar lo de la última vez", y la dejó en su lugar.
Siguió revisando y encontró su viejo respeto, anticuado, objeto de burla en más de una ocasión, pero útil para ocasiones protocolarias. Lo contempló un rato, analizando posibilidades para combinarlo y como luciría puesto. Sintió la textura, suave, tersa y atractiva. Se preguntó como era posible que algo así hubiera dejado de usarse. No pudo evadir la idea de que si utilizaba el respeto obtendría un toque de distinción y atrevimiento. Lo descolgó dispuesto a ponérselo, pero observó algo que llamó su atención aún más: una hipocresía delicada, nada escandalosa ni obvia, bastante bien trabajada. Una prenda utilizada desde tiempos inmemorables, pero que jamás pasaría de moda, adaptada a las nuevas tendencias. "Mucho más sencillo de combinar", se dijo. Arrojó su respeto al suelo sin cuidado y se abotonó impaciente su hipocresía, mostrando al espejo a un ser orgulloso, atractivo y con clase.
Continuó con la tarea de encontrar atavíos apropiados y se topó con una felicidad que lucía casi nueva, aunque con algunas imperfecciones. Siempre había sentido deseos de ponerse esa prenda, pero nunca llegaba una ocasión lo suficientemente especial como para lucir algo así. Además, generalmente se combinaba esa prenda con una buena autoestima, pero artículos como esos requerían de un nivel adquisitivo fuera de sus posiblidades. Luego se fijó en su perseverancia, aunque no le dedicó mucho tiempo al asunto, puesto que pensó que no valía esforzarse demasiado para una sola noche.
Movió un par de cosas y encontró, en un estado que podría definirse como de putrefacción, su dolor. El estado de esta vestimenta comenzaba a afectar al resto del armario, pero no quería tener nada que ver con ese problema, así que lo ocultó inmediatamente detrás de un grupo de temores de colores vistosos, aunque opacados por el exceso de exposición a la luz solar. Giró su cabeza y saltó a su vista su amor, de una confección perfecta, hecho a mano, pero con innumerables cortes y agujeros, y aunque no dejaba de lucir bien, regularmente esa prenda era juzgada por miradas pretenciosas y crueles. Hacía tiempo ya que no lo utilizaba, y esa noche no sería la excepción, puesto que sentía que ya no valía la pena volver a destrozar algo tan valioso, e ignoró la posibilidad de siquiera cambiar esta decisión.
Comezaba a exasperarse por no encotrar nada útil. Llamó su atención un llamativo pero sobrio sadomasoquismo, regalo de su ex, pero decidió dejarlo para otra ocasión, por si la nueva relación llprogresaba. De pronto su manipulación robó su atención, y sin pensarlo dos veces la tomó para formar parte definitiva del atuendo de esa noche. Se miró al espejo y engañado por su propia vestimenta, la hipocresía y la manipulación, se percibió como alguien fortalecido, alguien incapaz de fracasar.
Salió de su habitación, bajó las escaleras tranquilo, sabiendo que no había problemas de tiempo, salió de su casa y se dirigió sin escalas a su cita. El lugar estaba repleto, y le vino la idea de que tal vez no podría encotrarla, pero no se preocupaba. Algo lo hacía sentirse tranquilo. Por alguna razón sentía que encajaba perfectamente entre ese mar de personas, que era lo que ellos querían que fuera.
Por un par de minutos la buscó y de pronto, logró verla; se veía tan hermosa e interesante. Lo curioso era que iba con el mismo estilo que él, con una hipocresía que resaltaba su figura delgada, deleitando cada sentido, y una manipulación que no estaba más abajo de las rodillas. La coincidencia lo dejó algo extrañado, pero miró a su alrededor y se percató que todos vestían igual. Pero ella, ella era diferente, diferente a lo que él conocía y sin embargo, debían tener tanto en común. No pudo hacer nada más que sonreir y pensar "esta vez, si funcionará".

E. Cabrera

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