lunes, marzo 19

Hoy se murió mi perro

Hay que decirlo sólo con la verdad: mi perro y yo no tuvimos grandes momentos, no éramos los mejores amigos, no lamía mis lágrimas cuando estaba triste, no jugaba conmigo a la pelota, no fuimos compañeros de espacio, ni de vida. Para qué mentir, me daban un poco de asco sus litros de saliva, sus kilos de pelo, su nariz siempre sucia, sus arrugas llenas de polvo y mugre que en ocasiones debía yo lavar.

No era un perro de jardín, no era un perro de niño feliz, era un perro proletario, un perro que vivía en el techo de una casa en uno de los barrios más grises de Iztacalco, que comía retazo hervido y sobras porque las croquetas siempre rendían menos.

Mi pobre perro se cayó del techo, por cuarta o quinta vez, no lo recuerdo. Se cayó como las otras veces, resbaló presa de sus patitas torpes en busca de un gato huidizo en los techos de la pobre vecindad de al lado, jodida también por el tiempo y el moquillo. Esta vez no la contó, se le reventaron las tripas al pobre y no nos dimos cuenta hasta que la sangre corría por sus tosidos. Los veterinarios no pudieron hacer mucho, algo pasaba dentro de él que no lo dejaba comer, algo ya sabía que no iba a poder continuar y ¡zas! un trueno fulminante lo partió en dos.

Mi madre lo oyó por última vez, lo oyó dar sus últimos gemidos mientras lo lloraba y lo intentaba alimentar con carne de res molida y calabacitas hervidas. No hubo mucho más que decir, se sacudió una vez y dejó de moverse, quedó aguado como una bolsa rellena de agua. En su paso por la muerte no nos dejó más que su casita llena de mierda y sangre.

Lavamos con mucho esmero, el techo donde vivía, su casita. Usamos guantes -que tiramos de inmediato- tres botellas de cloro, una bolsa de jabón de lavar ropa y una escoba. Lavamos sin dilación, a sabiendas que ese lugar sería infección pronto, que no podíamos tener el cadáver de un perro en el techo y que el rigor mortis haría más difícil la tarea. Envolvimos al pobre en varias bolsas de plástico, unas blancas y otras de colores, todas ellas fueron depositadas en una más grande y gruesa, de color negro.

Ahora está allá arriba el cuerpo. Esperando disponer de él de, espero, la manera más higiénica posible. Mientras tanto, mi madre decidió dejar en el patio una vela en un vasito verde de plástico.

No era un perro educado, peleaba siempre que lo sacaban a pasear, corría sin rumbo, de un lado al otro. Era la felicidad. Me saludaba siempre, esperaba que le diera de comer y una caricia en su hocico. Le llamaron ET, por Emilio Toral, decían que era tan feo como mi padre, nos daba mucha risa. Lo recordaremos con mucho cariño.


Era la felicidad.