domingo, julio 18

Oda al Barrio

Nunca le gustó. Ni los vecinos. Ni las casas. Ni el ruido insoportable de la banda el fin de semana. Ni el ¡buenos días! Ni el ahorita paso. Ni el ¡chingas a tu puta madre pendejo! Ni la laguna los días de tormenta. Ni los automóviles con subwoofer. Ni los peinados Daddy Yankee. Ni los adictos al thinner. Ni los fundidos por el cemento. Ni los que robaban antenas para fumar crack.

Todo era un tanto deleznable. Aquí y allá. Sólo un poquito más deleznable cada segundo.

Lo peor de todo, creía fervientemente, era el aire pesado. En las mañanas olía a una nata gris y espesa de grasa de salchichas. En las tardes olía a la pintura en aerosol. En la noche olía a la mierda de los perros que cagaban sin parar, a los tristes en los atrios.

El barrio se pudría indefectiblemente. Y, como el hongo más repulsivo, se volvía a poblar. 16 años. Edad límite. La nueva generación del barrio nacía de sus adolescentes.

Desenfundaban ese pene sin parar. 19 y ya tenían 3. La reposición de los miembros de la generación anterior era generosamente sobrepasada.

Niños con el cabello blanco y con estrellas en la nuca. Niños que salían del Deportivo San Pedro, última gran obra del Partido Conservador, vestidos en uniforme del Club América, tocándose el pene, envolviéndolo con sus pantalones cortos y riéndose de "el chiapas" porque "es puto".

Cierro la calle. Monto un diablito. Madreo a los drogadictos. Aquí, el que es chingón, es chingón.

Aquí el que no cae, se resbala con sus propias secreciones. Se resbala con su propio semen regado al azar, con su propia mucosidad arrojada en la acera, con su escupitajo tirado al sol.

Aquí no había fiesta, ni unidad. Nieve y tumao sí.