sábado, mayo 1

Lipsio urbano

I
Me lo encontré un día en el metro Polanco. Habíamos tenido sesiones maratónicas de parloteo sin sentido. Habíamos hablado de las medias de la Señorita Ximena González y de ese vestido tan revelador de la chica de a lado.

Él era un enfermo sexual. Hay que decirlo: el neoestoicismo parecía no ser impedimento para su perversión.

No puede más. Tuve que decírselo.

-¿De veras no te da hueva? Es decir, ¿de veras no te dan ganas de ponerte a llorar?
- A veces, cuando veo el techo de mi cuarto, cuando me miro en el espejo luego de la masturbación, pienso en los zorros y las lechuzas, pienso en las armaduras y la sangre.

La respuesta no me sorprendió. Era claro que Justo -creo que tengo el derecho de llamarlo así - tenía tras de sí un halo de decepción inconmensurable.

-No te contengas -vaya paradoja- dímelo.
-No tendría por qué. La vida en realidad se basa en un montón de partículas que se unen un día en un segundo y luego se van y dejan su lugar a otras. ¿Por qué no esperar y dejar que el viento se lleve mis cenizas?