viernes, abril 24

Cap 4. CMX: Quién dirá que no fuimos a marchar en los tiempos de la influenza

He decidido, con base en los eventos recientes, publicar el capítulo 4. Cuando hablé con Wolfgang Arévalo me pareció un tipo aburrido, ensimismado en eventos que nunca ocurrieron, atrapado en su patetismo. Ahora que lo leo, en estas épocas del Amor en los Tiempos de la Influenza, en que el ejército se ha colocado en el centro histórico desde el toque de queda de hace una semana, parece cada vez más presente, se parece cada vez más a mí.

Wolfgang conoció a Raúl Demesio en el Club de los Marxistas de la Condesa. Wolfgang entró de inmediato, ya que fue el presidente municipal de San Jacinto hasta el fatídico golpe de estado, el primero de un partido independiente y el primero de un partido comunista: el Partido Comunista de San Jacinto.

En fin, sin repetir los asuntos que ya todos sabemos y vivimos diario.


Wolfgang Arévalo

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La primera vez que me preocupé en esta ciudad, fue cuando empezó el caos de la pandemia. Regresé de San Jacinto perseguido por los campesinos coptados con tierras áridas en medio del desierto, grandes capitales de Monterrey y un montón de estudiantuchos de la universidad pagados por los grandes capitales.

Lo había dejado todo, aunque no era ya demasiado. Había dejado mis libros, mi televisor, mi hermoso bidé de mármol. Antes acostumbraba decir que había dejado a mi mujer y un hijo, pero la verdad, y esque ya no tiene beneficios el mentir, es que nunca tuve ni hijos, ni mujer. Supongo que era el Raphaël Tisserand de un campo de batalla que se extendía hasta las macetas del patio de la casa abandonada de mi abuela en el barrio de Iztacalco.

Fue curioso, no había pasado ni una sola semana desde que mi amigo en gobernación me facilitó el empleo de "encargado de la ventanilla 16" en la delegación cuando surgió la noticia de la pandemia. La noticia me cayó como anillo al dedo, la verdad, ya no tenía porqué mantenerme en pie, hubiera preferido que se pudriera mi cráneo por el virus a seguir sentado en una silla vieja afelpada y maloliente que impregnaba mis nalgas de un sopor mierdolento.

Luego pensé en mi vida, nunca fui el mejor en la escuela, nunca me fue bien en cosas con importancia, nunca fui besado, nunca tuve novia, nunca forniqué con nadie, ni tuve un polvo ocasional, ni siquiera una muñeca inflable con succionador. Sólo dejé en San Jacinto un montón del mejor porno anal ruso del mundo, como si mi reputación pudiera ser aún más dañada.

Pensé que tragué, defequé, dejé una huella de carbono y aún así, no hice nada. Nadie compartió conmigo la miseria. Me la pasé sentado frente a las computadoras, tratando de salvar a l'amour. Pensaba en todas esas personas que se podían morir en paz, que podían dar gracias y sentarse en el parque con alguien, mirar al alguien a los ojos y decirle que explotaban las entrañas de diez mil leones cuando la veías y que se mordían las colas los ratones en una máquina infinita y chillaban y se venían en las cuencas de tus ojos. Decirle, por ejemplo, que podían bien escribir los versos más tristes siglo XX, dedicados a la moribunda mucosidad de los penes sangrantes.

En fin, no había nada de eso. Supongo que ya no importa, ni siquiera la maldita enfermedad quiso algo conmigo.

Eso sí, que nunca se diga, que no fuimos a marchar en busca del amor en los tiempos de la influenza.
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