lunes, febrero 26

Obertura Paradisíaca

Me encontraba yo observando el hermoso cuadro, que se pintaba como una ventana al paraíso. Entre dos paredes de tabique blanco, carcomidas ya por el tiempo y las lluvias, pintadas por los groseros intentos publicitarios se encontraba un pequeño cuadro que mostraba nuestro paraíso. El pasto verde terminaba donde el bosque se tragaba al cielo y lo destituía como amo y señor de la infinidad. Y ahí, en la calle empedrada que daba San Miguel, te vi. Quizás (y solo quizás) no físicamente, o quizás si. ¿Será tanta mi obsesión que de repente rompes mi realidad y apareces frente a mis ojos, con tus aires de musa perfecta, tú y tus ojos de universo abrumador y tu envolvente mirada, que reconfortaría Romeo en una noche de mayo? Una vaca se levantó de sus aposentos, terminando con aquella falaz ilusión que enervó mis sentidos durante unos hermosos instantes en que el mundo ya no existía, y de repente, como si Dios tomase de nuevo las aguas y las separara, surgió el universo alrededor de mí y el sol perforando mis ojos de nuevo, el aire tibio de una tarde de febrero que bajaba de los montes y penetraba en mi nariz.
Bajaba por el empedrado, saliendo imperceptiblemente desde la maleza, el arriero con su yunta, su sombrero blanco y su camisa percudida por el arduo laborar en aquellas tierras dóciles pero firmes. Se detuvo a mirar el cuadro, de igual manera quedó absorto por unos momentos, dijo una blasfemia y se fue, andante como una serenata de Mozart, discreto como el arrullo de una madre. El golpeteo de los bueyes, constante, moderado, andante quasi alegretto, y cada sonido como un perpetuo alarido a la conciencia humana y al despertar o al dormir, al dejarse llevar por un paraje tan común y ta olvidado al mismo tiempo.
Regresé a mi delirio sagaz, a observar la imagen que poco a poco se oscurecía ¿cuánto tiempo he estado aquí? me pregunte. ¿Un momento? No diré que una vida o muchos años, fue un momento sin más, una probada de felicidad, como una cucharadita de un manjar delicioso que ofusca los sentidos hasta hacerlos llegar al cielo. Esa que tanto anhelan los seres que todos los días hacen las mismas cosas, ven las mismas cosas, se mueren por las mismas cosas y se suicidad por las mismas cosas. Quise entrar al recinto mis pies avanzaban con serenidad, mi vista de nublaba, mi corazón, situado en la parte superior si estamos en un corte sagita, golpeaba con ira mi pecho. Las paredes quedaban atrás. Dos grandes perros llegaron, ladrando, retumbando en el silencio de muerte de la calle. Encendidas las luces de su cabeza, los dos canes negro se abalanzaron contra mí. Corrí y llegué al empedrado de nuevo. Los perros se regresaron. Una finca que tenía un paraíso dentro, la finca de los Montaño. ¿Que más que un pedazo de terreno? ¿Que más que una muestra de la supremacía burguesa del cacique? Nada, solo pasto y nada más. Ni musa, ni flor, ni vida, ni muerte. Solo cuatro paredes blancas. Cuatro. Envolviéndolo todo. Todo. Existe y no es más que una descripción banal de una exageración brutal, de sentidos falaces, de muertes consecutivas y espirituales, de anhelos fortuitos e irreales. Nada pasa, todo sigue. Dos canes que resguardan la finca de los Montaño, cual esfinges en el camino de Ulises. Pero sin el genio, sin la alabanza propia de los sabios. Quizás el arriero murió en el camino, quizás atropellado por un autobús o por una paro cardíaco, o simplemente sabía lo que todos saben. Las cosas existen, sin flores, sin hierbas, solo son y solo serán hasta el fin o lo que se parezca raramente a éste.

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